Un asunto privado

—No es nada personal.

No se por qué, sabía que iba a decir eso. Supongo que es influencia de las películas, pero estaba seguro de que iba a soltar exactamente esas palabras. Y lo odio. Es una de las frases que más detesto. Incluso ahora, en esta situación tan inapropiada para la reflexión, me siento muy indignado, además de acojonado. Es un asco, ¿no te parece?, que cuando alguien está a punto de hacerte algo horrible te diga que no es nada personal. Porque entonces, ¿qué maldito motivo hay? Un motivo válido, quiero decir, uno con el que no te estés comiendo la cabeza durante todo el proceso preguntándote qué coño has hecho para merecer esto. Todo debería ser personal en estos casos, para que uno pueda entender por qué le están jodiendo.

Pero en realidad, al decirme que no lo es, sólo está dejándome claro que yo no le importo nada.

—Vete a la mierda.

Se lo digo en voz baja, incapaz de callarme pero sin atreverme a alzar el tono. Me tiemblan las palabras en los labios.

Hace calor, es el mes de Mayo y la residencia estudiantil está casi vacía. Somos pocos los que nos quedamos aquí los fines de semana. Sólo los que tienen trabajos que preparar en la biblioteca o los que no tenemos mejores lugares a donde ir y preferimos el encierro en la residencia antes que volver a una casa que no es más que un montón de ladrillos con molestos desconocidos dentro.

Él no está en ninguno de esos grupos. Sus padres tienen una mansión de tres plantas con piscina en las afueras de la ciudad. Es hijo de un científico y una empresaria, uno de esos tíos que nacen con estrella. Y la verdad es que no sé por qué está aquí. No sé cómo ha entrado a mi habitación y, sobre todo, no sé qué intenciones tiene. Aunque la navaja debería darme alguna pista.

Sí, la navaja. La navaja que tiene en la mano y ha puesto sobre mi cuello me provoca sudores fríos. Es como un pez diminuto, todo de plata, muy brillante. Está niquelada, por eso destella cada vez que él la ladea. Y lo hace, segundo tras segundo, en el silencio sólo roto por nuestras respiraciones; la suya, suave y tranquila, la mía nerviosa, agitada. No deja de moverla, como si le resultara entretenidísimo.

—Vaya humos.

Me sonríe. Es una sonrisa siniestra.

¿Te preguntas cómo me encuentro en esta situación? Pues yo también me lo pregunto, la verdad.

Ha sido todo muy rápido. Llegué de la biblioteca, solté la mochila en el suelo y me tumbé en el colchón. Entonces, sin previo aviso, él apareció desde detrás de la puerta y saltó encima mía, agitando los cabellos oscuros y mirándome con esos ojos tan espantosamente parecidos a los míos. Me puso el arma bajo la barbilla y dejé de lado cualquier idea de forcejear o intentar defenderme. Fue como si se me congelara el pecho. Y no sé cuánto tiempo llevo así, tumbado en mi cama, con ese metal frío sobre la garganta y con él sentado a horcajadas encima de mí. Tiene las rodillas abiertas a ambos lados de mis caderas y la otra mano apoyada en el colchón. Su melena negra se balancea en oscilaciones lentas, enmarcando su rostro.

—¿Por qué ese mal humor? —dice él.

Tiene la voz suave y habla en un tono bajo, insidioso. Sonríe y me muestra los colmillos. A veces parece un lobo, otras un ave de presa. Por la mirada, ya sabes. Es uno de esos tipos elegantes, altivos, que te miran sin abrir los ojos del todo como si no mereciera la pena el esfuerzo.

Dios, estoy histérico.

—¿Qué quieres? —le pregunto. La voz casi no me sale del cuerpo.

Él sonríe más, ladeando la cabeza igual que un gato que juega con un ratón. Parece divertirle la situación. A mí, me ha recorrido un escalofrío cuando él ha apretado un poco más el filo de la navaja contra mi cuello, aunque lo ha hecho por la parte plana. Así no puedo moverme si no quiero sangrar. Y no quiero sangrar, porque soy hemofóbico y me pongo literalmente enfermo cuando veo sangre. Más aún cuando sé que es la mía. De modo que me quedo muy quieto. Él se inclina hacia mí. Vuelve a susurrarme con esa voz almibarada, venenosa. Las cortinas de la habitación están cerradas y la luz del sol primaveral se convierte en una penumbra perezosa aquí en mi cuarto.

—Quiero muchas cosas —responde. Su aliento huele un poco a tabaco, puedo olerlo ahora que está cerca.

—¿Tienes interés en saberlas? Porque puedo enumerártelas todas. Una a una.

Trago saliva. De pronto se me ha enredado un ovillo en el estómago, quizá por lo cerca que está, por el peligro inminente, o por el frío de la hoja sobre mi nuez. O por todo a la vez. No puedo apartar los ojos de los suyos. Son hipnóticos. Se parecen a los míos, es cierto. Tienen el mismo color, castaño oxidado, rojizo. Me di cuenta del parecido una tarde, en clase. Fue la primera vez que nos miramos. Y fue como mirar un reflejo, solo que los suyos parecen tan cortantes como el arma con la que me amenaza y los míos… bueno, los míos son más aburridos.

—¿No contestas? —insiste él. Se apoya en una mano para incorporarse. Mantiene una rodilla sobre el colchón. Desliza el filo plateado hacia abajo, hacia mi pecho y su mirada sigue el movimiento. La hoja susurra al rozar sobre mi camisa.

—Bueno, el que calla otorga. Te lo explicaré de todos modos.

Claro que lo hará. Él siempre hace lo que le viene en gana.

Nos conocemos desde hace tres años. Estudiamos juntos una carrera sin futuro en una universidad con muy buena reputación. No somos compañeros de cuarto, por si es lo que pensabas. No nos sentamos juntos en clase. Él va con un grupo de gente distinto al que yo frecuento y sólo hemos coincidido un par de veces en la Universidad, para hacer trabajos en algunas asignaturas. Sus camisas son muy caras, no sé de qué clase de tela están hechas pero siempre le sientan estupendamente. No se arrugan, jamás se manchan y tienen un aspecto siempre perfecto. Él está en el club de ajedrez y practica artes marciales. Yo juego al fútbol y tengo más camisetas que camisas. Nos conocemos desde hace tres años, así que sé algunas cosas sobre él: que su familia tiene mucho dinero y que siempre hace lo que le viene en gana. Esto último lo sé porque le he visto hacerlo. Lo hace continuamente. Es uno de esos tipos, un líder nato. Una especie de depredador social. Y yo soy un pasota. Dicen que los depredadores sociales no soportan a los pasotas. Y aunque me ha dicho que va a explicar lo que quiere, yo intento hacerle cambiar de idea, como si pudiera convencerle. No me lo creo ni yo.

—No quiero saberlo —replico, de nuevo con un hilo de voz, desviando la mirada.

Estoy temblando por dentro. Por fuera también, un poco. Es la primera vez que me amenazan con un cuchillo, y me asusta bastante, lo admito. Él mueve el arma más abajo, sobre la línea de mi vientre, hacia el ombligo. La hoja está fría. Puedo sentirla a través de la fina tela de mi camisa, porque aunque tengo más camisetas que camisas, hoy llevo una estúpida camisa de algodón.

Estoy en el equipo de fútbol, debemos ser más o menos igual de fuertes, así que podría defenderme. Quizá debería defenderme. Pero no lo hago. Y él se pone a hablar, inclinándose más hacia mí y crispando el semblante, como si me estuviera sentenciando, como si me odiara.

Y sus palabras caen dentro de mis oídos, más cortantes que la navaja. Llenas de rencor.

—Quiero desnudarte.

El filo en mis costillas, acariciándome.

—Quiero arrancarte los botones uno a uno y escuchar cómo rebotan en el suelo.

Sus ojos, clavándose en mí como el filo que no me está clavando.

—Quiero agarrarte de los rizos y hundirte la cara en la almohada mientras te toco y te muerdo por todas partes.

Me estremezco y su voz se vuelve más ronca, su sonrisa más tensa.

—Y cuando haya acabado con eso, quiero follarte hasta que supliques por más, y ver si soy capaz de arrancar así alguna maldita expresión a tu rostro y a tu voz.

Durante unos segundos sólo me quedo mirándole, con los ojos desencajados y una repentina sequedad en el paladar. Es impresionante el efecto que causa en mí lo que acabo de escuchar. Se me ha cortado el aliento en la garganta, el corazón me late demasiado rápido y él está tan rígido que parece a punto de saltar, igual que los felinos de la selva. Maldita sea. Sé que se me ha subido el color a las mejillas porque noto cómo me arden. Y durante unos minutos, nadie dice nada. Cortinas cerradas, penumbra, silencio e inmovilidad. Y el aire, pesado, entre los dos. Cargado de estática.

—Vale… ¿qué es lo que te he hecho? —acierto a balbucear. Él está hablando de cosas muy serias. Y estoy más asustado que antes, asustado y expectante. Podría moverme. Podría gritar, pedir ayuda.

—Estoy empezando a hartarme de tu indiferencia. Así que he venido a reclamar lo que me pertenece.

No parece que esté esperando una respuesta (tampoco es que haya preguntado nada), sigue deslizando la punta brillante y afilada por mi camisa, dibujando las líneas de los músculos y la hendidura del ombligo hasta detenerse en el bajo vientre. Sus ojos permanecen fijos en los míos. En un documental vi una vez a un tigre cazando un antílope. El tigre le miraba fijamente, con intensidad, completamente inmóvil, y el antílope le aguantaba la mirada. Bueno, pues ahora nosotros estamos exactamente igual, observándonos en medio de una violenta tensión que parece enviar ondas sísmicas desde él hacia mí, desde mí hacia él. Aguardando el momento en que salte sobre mí para devorarme.

Así que ahí estamos, vibrando en sintonía, cuando sucede algo espantoso: suena un teléfono móvil.

La aberrante melodía parece fuera de lugar en la habitación en penumbra, interrumpe nuestras respiraciones que se habían acompasado y amenaza con desmoronar esa intimidad que se había creado entre los dos. El teléfono está vibrando en su bolsillo, y sus ojos, cargados de deseo y de magia negra parecen tamizarse, limpiarse un poco. Ese maldito timbre nos está despertando de un embrujo, y me doy cuenta de manera clara y meridiana de que no quiero despertar.

—No lo cojas…

Pero él se ha llevado la mano al bolsillo, saca el teléfono y descuelga. Sí, lo hace. Con todo el aplomo del mundo. Se lleva el auricular a la oreja y le escucho hablar con quien sea.

—¿Sí? No, ahora estoy ocupado. No. Es un asunto privado.

Odio la sangre. La odio. Me pongo enfermo cuando veo sangre, sobre todo si sé que es la mía. Pero ni siquiera dudo.

El dolor es punzante y vidrioso, tal y como lo imaginaba. Me sacude por dentro, haciendo hervir mis nervios y me arranca un jadeo. Noto la humedad cálida extenderse en mi vientre, mojando la camisa y pegándola a mi cuerpo en una zona del tamaño de la yema de mi meñique. Solo es un rasguño pero no quiero mirar. Me he incorporado bruscamente y he levantado una mano para llevarla a su nuca, en un intento por retenerle, por mantener su mirada en mis ojos (son tan parecidos…) y su atención sobre mí. Y funciona. Pincharme con la navaja ha merecido la pena, aunque él la ha retirado en cuanto ha notado mi cuerpo haciendo presión sobre ella; la hoja ni siquiera se ha manchado, aunque sí lo haya hecho mi camisa. Él se queda observándome, deja de prestar atención a su llamada. Después sostiene el teléfono entre la mejilla y el hombro y me acerca la mano ahora libre para pasar los dedos entre mis rizos, acariciándome el pelo. Vuelve a esbozar esa expresión de felino satisfecho que me hace temblar por dentro, mientras quien quiera que está al otro lado del auricular parlotea con una voz femenina, aguda y molesta.

—Cuelga —le digo, susurrando pero con una voz mucho más segura.

Levanta una ceja. No le gusta ese tono imperativo ahora. Pero, mira, a mí me da igual. Al infierno. Puede que me haya salido un poco de mi papel, pero quiero que cuelgue de inmediato el maldito teléfono. Quiero que cuelgue y que me preste atención a mí. Quiero sus amenazas, su dominación y esa maldita manera que tiene de volverme gilipollas sólo con su forma de hablarme. Quiero su filo y que me arranque los botones, y que me hunda el rostro en la almohada mientras me muerde y me toca por todas partes. Y sí, quiero que me folle hasta hacerme suplicar más. Así que levanto la mano y le arranco el teléfono del oído, tirándolo contra la pared.

Él también se sale un poco del papel, porque arquea las cejas y me mira con sorpresa.

—¿Se te va la olla? No hacía falta que hicieras eso.

Frunce el ceño, me mira la camisa.

—Y te has hecho sangre, tío.

—Cállate —le interrumpo, ansioso.

No me gusta que nos hayan cortado. ¡Quiero volver a retomarlo donde lo dejamos!

Quizá ha percibido la necesidad, el desespero en mis palabras, porque vuelve a cambiar la expresión de su rostro. Mi mano le roza la nuca. Él vuelve a acariciarme el pelo.

—No.

Su voz, otra vez peligrosa.

—Cállate tú.

Me agarra de las raíces del cabello y me tira sobre la cama, y ahora el filo de la navaja empieza a cortar la tela de la camisa. Mi respiración se desboca y el calor de mi cuerpo responde al calor del suyo.

—Parece que se te olvida cuál es tu lugar —me dice—. Tendré que recordártelo.

Y lo hace. Y cuando empieza a recordármelo me mareo, y no es por la sangre. Apenas ha sido un rasguño. Es que me siento transportado, aturdido y jadeante, siento dolor y siento placer, no sé dónde empieza uno y termina el otro, y no tengo que utilizar la palabra ni una sola vez, porque ya nos conocemos bien y él sabe cómo darme lo que quiero, y yo sé cómo responder a sus esfuerzos. Me desnuda, como dijo que haría. Me muerde y me toca por todas partes, exactamente como anunció. Sus dientes me arrancan estremecimientos, sus manos me hacen enloquecer. Entonces, en medio de esa catarsis que a ambos nos hace más libres, le miro a los ojos y veo el reflejo de los míos: entrega y dominio, control y abandono, poder y servicio, amalgamados cuando nuestras miradas se funden.

No puedo mirarle durante mucho rato. Su mano finalmente aplasta mi rostro contra la almohada y me penetra, se hunde en mi interior y me hace suyo sobre el colchón, con violentas estocadas que terminan de arrasar mi autocontrol, haciéndome gemir, haciéndome sollozar de gozo.

Así es como ocurre.

¿Te sorprendes?

Bueno, ya sabes lo que dicen. Las cosas no siempre son lo que parecen.

La verdad es que él y yo no somos desconocidos, te he engañado un poco. De hecho hace dos años que estamos juntos. Pero si nos ves por la calle no te imaginarías todo esto; sólo verás un par de amigos o dos chicos que parecen pareja, si es que nos vieras tomados de la mano. No te imaginarías que la pulsera de plata que llevo tiene su nombre grabado dentro. No podrías ni sospechar que tiene una mordaza para mí dentro del cajón de su escritorio, debajo de los apuntes. Ni que los mensajes de amor que me envía incluyen órdenes precisas sobre qué comer ese día o qué ropa ponerme.

No sé que opinas de todo esto. Quizá que estoy loco o que soy un enfermo, además de un marica. En fin, qué quieres que te diga. A lo mejor resulta que esto me gusta. A lo mejor resulta que, además, me gusta él.

No espero que lo entiendas. Tampoco que me aceptes. Todo eso es posible que no lo llegues a hacer nunca. En cuanto a mí, me siento afortunado por haber encontrado a alguien perfecto. Alguien a quien quiero, que me quiere y con quien puedo compartir lo que deseo en una armonía absoluta y total. Él me da lo que quiero y yo le doy lo que quiere.

Ambos nos reconocimos desde el principio, sin saberlo. Cuando nos miramos por primera vez, algo se prendió entre los dos. No sé. Tal vez es porque tenemos los ojos del mismo color. La cuestión es que nos encontramos, y el resto… Bueno, el resto es nuestra extraña y compleja historia de amor.

Y diga lo que diga él, eso sí es algo personal.

© Hendelie

*Ilustración de Florbe*


6 respuestas a “Un asunto privado

  1. Gracias, guapas, pero la verdad es que con un material como el que me mandó Florbe, tan sugerente y bien realizado, no es difícil encontrar inspiración. Fue emocionante buscar la historia detrás de esa imagen, escuchar a los personajes y transcribir lo que me contaban. Cuando Florbe me dijo que le encantaba cómo había quedado la historia me sentí muy satisfecha por haberle sabido hacer justicia. Y que a vosotras os guste el resultado de la colaboración, pues ya es la guinda ^^

    Un besito

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